lunedì 8 agosto 2011

La gran puta/ La grande puttana di Virgilio Piñera

La gran puta


Cuando en 1937 mi familia llegó a La Habana

—uno de los tantos éxodos a que estábamos acostumbrados—

mi padre —como tenía por costumbre sanguínea—

se dio de galletas y se puso a echar carajos.

Llegaron exactamente a las diez de la mañana

de un día de agosto mojado con vinagre;

antes de ir a esperar el Santiago-Habana

tomé un jugo de papaya en Lagunas y Galiano,

y como el deber se impone al deseo

perdí a un negro que me hacía señas con la mano.

Por esa época yo tenía veinticinco años

y toda la vida resumida en la mirada:

años mal llevados porque el hambre no paga:

"Virgilio —me decía Oscar Zaldívar—

no te alimentas lo suficiente. Hay que comer carne..."

De vez en cuando me llevaba a La Genovesa

en la esquina atormentada de Virtudes y Prado,

donde Panchita, una italiana operática(,)

le decía doctor a Oscar y a mí no me decía nada.

Las calles eran vahídos y las aceras desmayos:

en la cabeza los versos y en el estómago cranque.

Corría a la casa de empeños sita en Amistad y Ánimas

buscando que me colgaran entre docenas de guitarras(,)

yo, empeñado, yo empeñando un viejo saco de Osvaldo

para trepar jadeante la cazuela del Auditorium

a ver El avaro de Moliere que Luis Jouvet presentaba.

Era La Habana con tranvías y soldados

de kaki amarillo, haciendo el fin de mes

con los pesos de los homosexuales;

entre los cuales, en cierta manera, me cuento, es

decir, en mi humilde escala: no osaría ponerme

a la altura de la Marquesa Eulalia, del Pájaro Verde,

del Jarroncito Chino, de la Pulga Lírica y del Marqués

de Pinar del Río, y aunque una noche, en el Don Quijote(,)

bailé sobre una mesa disfrazado de maja,

mi alarde palidece ante la magnificiencia

del Pájaro Verde dejándose degollar en el baño.

Según se mire eran tiempos heroicos, tiempos

que fueron cantados por guitarras alcoholizadas(,)

palabras tremendas que eran pronunciadas

con el filo de un cuchillo, mientras allá,

en Marte y Belona, los bailadores realizaban

la confusa gesta del danzón ensangrentado.

Esta gesta alcanzaba proporciones épicas

en el cuchillo de San Miguel: allí Panchitín Díaz

le decía con su voz aflautada a la putica debutante:

"Muchacha, tienes toda la vida por delante..."

y dando dos pasos se metía en la barbería de Neptuno

para entablar un diálogo funambulesco

con la corpulenta Albertino, que se hacía afeitar

una barba imaginaria.

Una noche en el Prado, con su pedazo de cielo

particularmente convulso sobre leones de bronce verde,

sobre leones que temblaban al paso del

Emperador del Mundo —un negro tuberculoso con

el pecho constelado de chapitas de Coca Cola—,

se comentaba con terror manifiesto

la frase ciceroniana de la mujer que se tiró

bajo las ruedas del automóvil de Lily Hidalgo de Conill:

"¡Habana, ábrete y trágame!"

Pero La Habana se hizo aún más rígida

para que ella pudiera ir hasta Colón sin baches,

para que esas noches las putas chancrosas

hicieran buenos pesos y para que lloraran los

sentimentales, entre los cuales también me cuento,

al extremo que podría ser nombrado presidente de

los sentimentales, y ahora precisamente

recuerdo al hombre que vi matar junto a la estatua de Zenea

con su mano convulsa aferrada al seno de mármol

de la mujer que eternamente lo acompaña.



Me pareció que llegaba el Apocalipsis,

pero justo en ese momento oí: "¨¡Maní tostao, maní!"

y metían por mis ojos anegados en lágrimas

un cucurucho de voluptuosidad cubana.

Mi amiga, la Muerta Viva, una puta francesa

que recaló en Sagua allá por el veinticuatro

compraba todos los días el periódico para

ver si en la Crónica Roja aparecía muerto

el cabrón, decía ella, que la dejó plantada en Sagua.

Pero como la vida manda, seguía abriendo las piernas

sin sentimentalismo de ninguna clase.

Yo, que mi destino de poeta me impidió la putería,

soñaba persistentemente con abrir las mías:

cuando el hambre aprieta, sueños monstruosos

se perfilaban en cada esquina, monedas del tamaño de

una casa me caían encima, y todo terminaba al compás

de una frita deglutida al compás de

"Bigote de Gato es un gran sujeto..."

Sin embargo, pensaba en la inmortalidad

con la misma persistencia con que me acosaba

la mortalidad, porque aún cuando viéndome

forzado a escuchar "la inmortalidad del cangrejo"

y ver al tipo pálido sentado en el café de

los bajos de mi casa, con un palillo en los

dientes y un vaso de agua sobre la mesa

pensando en las musarañas, yo me aferraba

a la mentira piadosa siguiendo al mismo

tiempo con la vista los sandwiches de pierna

que rechinaban en mis tripas.

Suaritos anunciaba a Ñico Saquito,

Toña La Negra quebraba la luna con su voz

de tortillera mejicana, Batista daba golpetazos

en Columbia, Patricia la Americana se momificaba

en un disco y Daniel Santos galvanizaba los solares.

Claro está, en la ciudad del sol constante

los fantasmas acostumbraban salir a plena luz:

los he visto acompañándome por Monte y Cárdenas

el día del entierro de Menocal, con ron peleón,

porque de eso el general prodigó, enchumbó, anestesió

y el champán para él y Marianita en París.

"Querida, me dijo Jarroncito Chino, hoy todo el mundo

está jalao, haremos ranfla moñuda,

ya el General templó lo suyo y nosotras moriremos

con un troyó papá bien grande adentro."

Así murió efectivamente. Destino cumplido,

vida realizada, strip-tease de pelo en pecho,

sacando palanganas de agua de culo(.)

Cuando se la llevaron había un Norte de

tres pares de cojones.

Estos son los monumentos que nunca veremos en

nuestras plazas, amorfas, sí, amorfa cantidad

de donde extraigo el canto, en cualquier parte,

bajando por Carlos III que entonces tenía bancos(,)

escuálido, tembloroso, con mi amorosa Habana

siguiéndome los pasos como perro dócil

entre años caídos retumbando como cañones

dejando la peseta en casa de la barajera

para saber (—)¿para saber?(—) si mañana entraré

en la papa... Un pelado en el Mercado Único,

un guarapo en el Mercado del Polvorín,

siempre avanzando, en brecha mortal,

buscando la completa como se busca un verso(,)

¡oh, inacabables calles, oh aceras perfumadas

con orine! ¡Oh, hacendados con pañuelos

impregnados en Guerlain, que nunca

me pusieron casa!

Solo en mi accesoria haciendo mis versitos

veía pasar La Habana como un río de sangre:

y como una puta más del barrio de Colón

los contaba de madrugada como si fueran pesos.


La gran puttana

Traduzione di Gordiano Lupi



Quando nel 1937 la mia famiglia arrivò all’Avana

- uno dei tanti esodi ai quali eravamo abituati -

mio padre - come abitudine sanguigna -

si dette un paio di sberle e cominciò a bestemmiare.

Arrivarono esattamente alle dieci della mattina

di un giorno di agosto bagnato con aceto;

prima di andare ad aspettare il Santiago-Habana

bevvi un succo di papaya tra Lagunas e Galiano,

e siccome il dovere s’impone al desiderio

persi un negro che mi faceva segni con la mano.

A quel tempo avevo venticinque anni

e tutta la vita riassunta nello sguardo:

anni mal portati perché la fame non paga:

“Virgilio – mi diceva Oscar Zaldívar –

non ti alimenti abbastanza. Devi mangiare carne…”

Di tanto in tanto mi portava a La Genovesa

all’angolo tormentato tra Virtudes e Prado,

dove Panchita, un’italiana affabile,

chiamava dottore a Oscar e a me non diceva niente.

Le strade erano indisposte e i nervi stremati:

nella testa i versi e nello stomaco crampi.

Correvo al monte dei pegni posta tra Amistad e Ánimas

cercando di farmi appendere tra dozzine di chitarre,

io, dato in pegno, io impegnando un vecchio sacco di Osvaldo

per raggiungere ansimante il loggione dell’Auditorium

per vedere L’Avaro di Moliere che Luis Jouvet presentava.

Era L’Avana con tranvie e soldati

vestiti di gialle uniformi, che arrivavano a fine mese

con i pesos degli omosessuali;

tra i quali, in una certa maniera, mi conto, come

dire, nella mia umile scala: non avrei osato mettermi

all’altezza della Marchesa Eulalia, del Pájaro Verde,

del Jarroncito Chino, della Pulce Lírica e del Marchese

di Pinar del Río, anche se una notte, al Don Chisciotte,

ho ballato sopra una tavola travestito in modo attraente,

la mia ostentazione impallidisce davanti alla magnificenza

del Pájaro Verde mentre si concedeva nel bagno.

Secondo come si guardino erano tempi eroici, tempi

che furono cantati da chitarre alcolizzate,

parole tremende che erano pronunciate

con la lama di un coltello, mentre là,

tra Marte e Belona, i ballerini realizzavano

la confusa espressione del danzón insanguinato.

Questa espressione raggiungeva proporzioni epiche

nel coltello di San Miguel: lì Panchitín Díaz

diceva con la sua voce leziosa alla puttanella debuttante:

“Ragazza, hai tutta la vita davanti...”

e facendo due passi entrava nel negozio di barbiere di Neptuno

per intavolare un dialogo funambolesco

con la corpulenta Albertino, che si faceva tagliare

una barba immaginaria.

Una notte nel Prado, con il suo pezzo di cielo

particolarmente convulso sopra leoni di bronzo verde,

sopra leoni che tremavano mentre passava

l’Imperatore del Mondo - un negro tubercoloso con

il petto costellato di tappi di Coca Cola -,

si commentava con terrore manifesto,

la frase ciceroniana della donna che si lanciò

sotto le ruote dell’automobile di Lily Hidalgo de Conill:

“Avana, apriti e ingoiami!”

Ma L’Avana adesso è diventata più rigida

per poter andare fino a Colón senza difficoltà,

perché durante quelle notti le sudice puttane

avranno guadagnato buoni pesos per far piangere i

sentimentali, tra i quali anch’io mi conto,

al punto che potrei essere nominato presidente dei

sentimentali, e adesso precisamente

ricordo l’uomo che ho visto uccidere accanto alla statua di Zenea

con la sua mano convulsa aggrappata al seno di marmo

della donna che eternamente lo accompagna.



Mi sembrò che arrivasse l’Apocalisse,

ma proprio in quel momento udii: “Maní tostato, maní!”

grido che metteva nei miei occhi gonfi di lacrime

un cartoccio di voluttuosità cubana.

La mia amica, la Morta Viva, una puttana francese

che andò a finire in Sagua con il ventiquattro

comprava tutti i giorni il quotidiano per

vedere se nella Cronaca Nera dicevano che era morto

il bastardo, diceva lei, che la piantò in asso in Sagua.

Ma come pretende la vita, continuava ad aprire le gambe

senza alcun tipo di sentimentalismo.

Io, che il mio destino di poeta mi impedì di fare la puttana,

sognavo intensamente di aprire le mie:

quando la fame opprime, sogni mostruosi

si profilavano a ogni angolo, monete grandi come

una casa mi cadevano addosso, e tutto finiva al tempo

di una frittura deglutita al tempo di

“Baffi di Gatto è un gran soggetto…”

Malgrado ciò, pensavo all’immortalità

con la stessa persistenza con cui m’incalzava

la mortalità, perché anche quando mi vedevo

obbligato ad ascoltare “l’immortalità del granchio”

e a vedere il tipo pallido seduto al caffè

sotto casa mia, con uno stecchino nei

denti e un bicchiere d’acqua sul tavolo

con la testa tra le nuvole, io mi aggrappavo

alla menzogna caritatevole seguendo al tempo stesso

con lo sguardo i panini al prosciutto

che recalcitravano nella mia pancia.

Suaritos annunciava a Ñico Saquito,

Toña La Negra superava la luna con la sua voce

da lesbica messicana, Batista dava colpetti

in Colombia, Patricia l’Americana si mummificava

in un disco e Daniel Santos animava le catapecchie.

È chiaro, nella città del sole costante

i fantasmi si abituavano a uscire in piena luce:

li ho visti accompagnarmi verso Monte e Cárdenas

il giorno che sotterrarono Menocal, con il suo pessimo rum,

perché quello il generale elargì, profuse, anestetizzò

e lo champagne per lui e Marianita a Parigi.

“Cara, mi disse Jarroncito Chino, oggi tutti

sono ubriachi, faremo una gran festa,

il Generale ha già goduto abbastanza e noi moriremo

con una grande rassegnazione nell’anima.”

Così morì per davvero. Destino compiuto,

vita realizzata, strip-tease di pelo nel petto,

tirando fuori catinelle di acqua sudicia.

Quando se la portarono via aveva un Nord di

tre paia di coglioni.

Questi sono i monumenti che mai vedremo nelle

nostre piazze, amorfe, sì, amorfa quantità

da dove estraggo il canto, in qualche parte,

scendendo verso Carlos III che allora aveva panchine,

squallido, timoroso, con la mia amorosa Avana

seguendo i miei passi come un cane docile

tra anni caduti rimbombando come cannoni

lasciando la moneta in casa della chiromante

per sapere - per sapere? - se domani sarò coinvolto

nella patata... Un pelato nel Mercato Unico,

un succo di canna nel Mercato del Polvorín,

sempre avanzando, in un’apertura mortale,

cercando l’intero come si cerca un verso,

oh, interminabili strade, oh acciai profumati

di urine! Oh, possidenti con fazzoletti

impregnati di Guerlain, che non mi

dettero mai a casa!

Solo nel mio appartamento componendo i miei piccoli versi

vedevo scorrere L’Avana come un fiume di sangue:

e come una puttana in più del quartiere Colón

li contavo all’alba come se fossero pesos.

Nessun commento:

Posta un commento